Miro
absorto el fuego de la chimenea hipnotizado por el crepitar
de la madera y el leve zumbido de las llamas obstinadas en inmolarse bordeando, o mejor dicho envolviendo -igual que cuando tú me abrazas- cualquier obstáculo que le impida su fugaz existencia.
de la madera y el leve zumbido de las llamas obstinadas en inmolarse bordeando, o mejor dicho envolviendo -igual que cuando tú me abrazas- cualquier obstáculo que le impida su fugaz existencia.
En
el exterior de mí escucho el ladrido de un perro y un leve, más bien
levísimo ruido difícil de identificar. Giro la cabeza lentamente, como
cuando quieres prestar mucha atención, hasta que percibo algo parecido a
un redoble de tambor, frenético y crispante; es el disco duro del
portátil con el que estoy escribiendo - no sé muy bien si escribo o tecleo, pero eso es otra historia -
A pesar del fuego, mis manos están frías. Son las 8 y
pico de la mañana y el sol comienza a intuirse entre las nubes - del
horizonte, claro está - Dentro de un rato la casa estará ya caldeada. Para entonces,
tú ya te habrás levantado y estarás sentada en tu vieja silla; una
vieja silla que compramos al poco de casarnos ¿te acuerdas? Para entonces yo habré dejado de escribir y estaré haciendo cualquier cosa que se hace en domingo. Para entonces
el sol ya se habrá descubierto y los perros habrán dejado de ladrar y
los ruidos habrán cambiado: voces humanas, siseos del viento entre las
ramas de los árboles y las rendijas de las ventanas, cantos de
gorriones, motores, música. Ruidos de domingo.
Para entonces se habrá puesto en marcha el cronómetro de un nuevo día.