Declaración de intenciones


viernes, 23 de diciembre de 2011

Mi casa me es muy útil. Por ejemplo, puedo entrar en
ella y tambien puedo salir, pero no lo hago. Nunca salgo. Puedo mirar por las ventanas al mundo de los demás y cuando me canso de mirar fuera, o cuando alguien quiere mirar dentro las cierro a cal y canto. Tambien me sirve para apreciar la edad del tiempo en sus paredes, aunque de poco me vale. Y sobre todo puedo, digamos revivir lo que ya he vivido. Mientras paseo por las habitaciones noto mis sentidos  a flor de piel; el olor de los perfumes y maquillajes que tenía mi madre en el tocador frente a su cama, el sabor de las meriendas en la cocina, el sonido de la radio... y sobre todo, esa luz maravillosa que incidía en la puerta del salón, con cristales traslúcidos, rojos, azules y amarillos que hacia que toda la decoración cambiara segundo a segundo, variando de tonalidades conforme el sol se apresuraba sobre el horizonte. Me recuerdo contemplando embobado como los rayos de luz descubrian las motitas de polvo suspendidas, revoloteando en el ambiente. Recuerdo eso y otras muchas cosas. Pero eso ya pasó. Solo queda ya el recuerdo. Todo acabó la noche en que yo decicí que acabara. Curiosamente yo, que vivo en el mundo de los recuerdos no consigo recordar porqué lo hice. Solo atino a revivir como un cosquilleo sutíl me invade todo el cuerpo y como salí de mí mismo. Y mientras me elevava contemplé la habitación desde una perspectiva nueva para mí. Me ví yaciendo en la cama, con el torso desnudo, un puñado de fotografias arrugadas en una mano y mi cabeza apoyada en una gran mancha de sangre. Una aureola encarnada.