Declaración de intenciones


sábado, 3 de marzo de 2012

Un día de huelga.

No soy capaz de fechar los acontecimientos que aquí se relatan. Podrían haber ocurrido durante los últimos años de la década de los 70, o los primeros de los 80. Pudieron ocurrir cualquier día de cualquier mes, pero no de cualquier año.

Ya habíamos terminado de visitar los centros de trabajo de la zona que nos habían asignado en el sindicato. La huelga estaba siendo un éxito pero aún así nos indignaba que los trabajadores que no secundaban la huelga se beneficiaran de las mejoras que se conseguían con este convenio a costa del dinero y el coraje de los trabajadores que si la habían secundado. -Por lo menos les metemos miedo- decía Mariano, el sindicalista más antiguo del piquete de cinco militantes que formábamos. Había propuesto que nos fuéramos a los pueblos de alrededor a intentar que también se notara que estábamos en huelga. Decía esto en realidad porque le quedaban aún algunas cadenas y candados de los que se había pertrechado para cerrar desde fuera las puertas de los centros de trabajo donde seguían trabajando a pesar de nuestra visita. La verdad es que era meramente simbólico. Entrábamos en la oficina, les incordiábamos un poco y nos marchábamos. Cuando los de dentro no se unían a la huelga, esperaban con cierta diversión que lo hiciéramos para avisar a la policía que, en cuestión de minutos -que digo minutos, segundos- se presentaban con una cizalla y cortaban sin ningún esfuerzo el candado o la cadena.
Nos pareció bien la idea a casi todos, solo Manolo se opuso con su acento de Badajoz. El proponía que almorzáramos y después nos fuéramos al sindicato. Llevábamos más de cuatro horas en la calle, desde las siete de la mañana, y la idea de almorzar fue respaldada con entusiasmo por parte de todos . Después de almorzar ya decidiríamos lo que hacer. Durante el almuerzo, entre chato y chato decidimos que iríamos solo en un pueblo cercano. A Manolo que era un joven sensato y dado a contar historietas de su pueblo, de su familia y del terrateniente que daba trabajo a su familia en el campo, le pareció bien, y así se hizo. El había vivido en la casa del capataz junto al palacete del señorito, como el le llamaba. Era callado y en apariencia no mostraba ser una persona decida o combativa por lo que inicialmente nos sorprendió que quisiera participar en el piquete.

Llegamos al pueblo casi la una de la tarde. Allí no se estaba siguiendo la huelga y a esa hora ya nadie nos esperaba. Entramos al centro de trabajo que nos pareció más emblemático. De manera enérgica y decidida fuimos directamente a la zona de empleados, nos plantamos delante de las mesas de trabajo y les importunamos con preguntas del estilo:. -¿Que haces macho? -¿Tú vas a renunciar al aumento de sueldo? -¿Acaso te lo estás ganando?. No hacía falta más. Estaba claro que si estaban trabajando era por miedo a las represalias. Solo Mariano tuvo un problema debido a su carácter resolutivo e impulsivo que le llevó a desenchufar el ordenador en el  que estaba uno de los empleados que no nos prestaba mucha atención. Su cara se descompuso, apretó los dientes y se fue hacia Mariano quién, muerto de risa se defendía con un -perdona, perdona, perdona...
Al final se fueron levantando uno a uno, cogieron sus chaquetas y se fueron entre ovaciones y aplausos de nosotros cinco. Nos esperamos hasta que apagaron las luces y el director, que se quedó dentro, nos prometió que no abriría a nadie, cosa que cumplió además de avisar a las otras oficinas de lo que estaba pasando, así que cuando llegamos a los otros centros de trabajo las puertas estaban cerradas, las cortinas echadas y las luces apagadas, pero el personal
dentro. Después de llamar y aporrear la puerta lo único que nos quedaba por hacer era poner una cadena entre los agarradores de la puerta.

Nos dirigíamos los cinco hacia otra oficina en fila india por la estrecha acera, cuando una persona trajeada, con corbata y gafas de espejo me puso delante de la cara una cartera abierta mostrando un carnet y una placa dorada -Policía -Documentación. Sin darnos cuenta estábamos rodeados de grises comprobando nuestros DNI y cerciorándose de nuesrta profesión. -Deben acompañarnos a comisaría.

Todos en silencio, gozosos por el victorioso colofón que tendría ese día, nos dirigimos en fila a comisaría.

Bueno, todos no, porque Manolo parecía muy contrariado y desde detrás de él se podía oir lo que iba mascullando y repitiendo como un mantra:

-Ya me lo decía mi padre: solo los necios se meten en altercados. Ya me lo decía mi padre.