Declaración de intenciones


lunes, 5 de marzo de 2012

La modista.


Se llama Catalina y desde muy joven había trabajado en un taller de costura. Luego de casarse se abandonó al cuidado de su marido y los quehaceres del hogar, de manera que con su nuevo estado civil  no solo dejó de trabajar, sino que también perdió todo contacto con sus compañeras del taller que a la postre también eran sus únicas amigas.
Ella había tenido un solo amor en su vida; Pio, que se convirtió en su marido y con el que lleva conviviendo 13 años. Catalina reparte amor y cuidados entre Pio y sus dos hijas; Juana y Margarita.
Pio tiene un pequeño carro empujado por una bicicleta, con el que hace recados de aquí para allá transportando cualquier cosa que cupiera dentro de la cesta y que sus piernas puedan mover, que es casi todo. Cuando no tiene encargos, entonces recoge cartones o chatarra para vender. Con estas actividades no gana lo suficiente para que puedan vivir ni siquiera dos personas, así que cuatro a malas penas sobreviven. Catalina se esmera en administrar las pocas pesetas que le entrega su marido para que haya siempre un plato de comida y sus hijas vayan con vestidos curiosos y bien arregladas. Y a fé que lo consigue.
Su hija Juana, la mayor con once años es un encanto de chiquilla por lo bien educada que está. Es apacible y coqueta como su madre e incapaz de salir a la calle sin recogerse primero el pelo con una cinta o arreglarse el vestido, tarde lo que tarde, mientras que sus amigas salen a jugar con el atuendo que lleven puesto en ese momento, sin importar que sea una bata, una camiseta o el pijama que aún no se hayan quitado desde por la mañana. La otra hija, Margarita, por el contrario es auténtico nervio. A sus siete años de edad muestra madera de lider. Es resolutiva, contestona y cabezota, pero a generosa no le gana nadie. Se sabe un montón de chistes y nunca anda jugando sola; atrae la diversión como la miel a las moscas.
Entre los vecinos de la calle nadie tiene nada malo que decir de la Catalina, del Pio o sus hijas, ni por el comportamiento que tienen con los vecinos ni por el ambiente tranquilo que se respira dentro de su casa. También tienen sus manías, pero, como dice Pio los trapos sucios se lavan en casa y no le importan a nadie.
La destreza con la aguja de Catalina la aprovecha confeccionándo ella misma la ropa que viste toda su familia. Echando mano de sus viejos patrones es capaz de coser cualquier cosa, incluso para hacer arreglos en faldas y otras prendas que le llevan sus vecinas y que ella hace de manera desisteresada. Eso sí, lo hace cuando la casa y su familia le dejan tiempo. No le importa mucho esos encargos por que le gusta coser.
Pio está pasando una mala racha de trabajo y durante una temporada las pocas pesetas que trae a casa son insuficientes para alimentar a la familiar. Así que, estando en estas, una noche acostados, mientras se lamentaban de la miseria que estaban viviendo, Catalina le propuso que ella podría realizar arreglos en ropa, o incluso encargos más importantes por los que cobraría y así ayudar en la economía familiar. A Pio no le pareció mal, aunque sabía que poco iba a conseguir su mujer con eso.
A la mañana siguiente Catalina comentó a sus vecinas que iba a coser en su casa por si alguna sabía de alguien que quisiera hacerse un vestido, o unos pantalones o cualquier otra prenda.
Se encargó de decirlo por todos los sitios por los que iba y donde tenía un poco de confianza.
Hasta que un día, una prima le comentó a Catalina que tenía vecinos nuevos. Una pareja sin hijos que habían regresado de Alemania después de varios años. Se había enterado que fueron de emigrantes y consiguieron buenos trabajos y ahora volvían con el porvenir resuelto, ya casi a punto de jubilarse. Recordaba haberle oído decir a la esposa que traía telas de Alemania que eran mucho mejores de las que aquí se conseguian, y que andaba buscando a alguien para que le hiciera una blusa. Su prima, ni corta ni perezosa se ofreció para encontrarle una modista de confianza, pensando en Catalina. Catalina aceptó la oferta de su prima y al día siguiente fueron a recoger la tela y tomarle las medidas. -He pensado que la blusa lleve unas lorzas en esta parte de arriba, con un entredós que sea coqueto. Las lorzas que no sean ni muy grandes ni muy pequeñas. Y me haces un cuello mao, que es el que más me favorece. Ah y los botones de nacar.
Catalina, cinta al cuello, tomó notas y medidas de todo. Le entregó un trozo de tela de raso, acordaron el precio y quedaron en hacer una prueba la semana siguiente.
Catalina sabía que debía ser minuciosa, pero el encargo no le resultaba difícil.
Transcurrida la semana, se presentó Catalina en casa de la nueva vecina con la blusa ya cortada y a falta de los últimos ajustes. -Si, está bien, pero la sisa me queda un poco holgada. ¿ves la arruga que se me hace aquí detrás?
A Catalina le pareció perfecta, pero ajustó la sisa con unos alfileres mientras aún tenía la vecina la blusa puesta. -Estos botones no me gustan. La vecina abandonaba paulatinamente el tono amable y se transformaba en exigente. -Y estas lorzas ¿No ves que son muy pequeñas? cuando les meta la plancha no van a quedar bien. -Me lo tienes que arreglar si quieres que te page.
Catalina asintió y volvió a llevarse la blusa. Durante esa semana se esmeró al máximo en acabar lo antes posible con el encargo para cobrar y olvidarse de aquella señora.
A la semana siguiente volvió Catalina con la blusa arreglada convencida que le daría su aprobación. -Ahora me está mejor la sisa, pero las lorzas no me gustan nada -decía mientras negaba con la cabeza- no se cómo no te das cuenta tu misma, esto así no me lo pongo.
Entonces Catalina, desesperada, mientras le ayudaba a quitarse la blusa le pregunto:
-¿Vivieron bien en Alemania?
-Ah, si, hija. No tiene nada que ver con esto.
-¿Y donde trabajaba usted?
La vecina se sonrojó, guardó silencio unos segundos y contestó
-Era modista.

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