Declaración de intenciones


martes, 28 de febrero de 2012



El hombre apático

Erase una vez un hombre, apático, desganado, abúlico e indiferente aunque en apariencia parecía un hombre normal.

Aquella mañana, como cada mañana sonó el despertador a las 6 de la mañana en punto. Se sentó en la cama mientras que, aun con los ojos cerrados, buscaba con los piés sus zapatillas. Entró en el  baño, abrió definitivamente los ojos y se quedó mirando su cara en el espejo. A pesar de su edad todavía no tenía canas aunque notaba que el pelo le empezaba a clarear por las sienes. No era muy alto ni muy bajo, y tampoco estaba ni muy gordo ni muy delgado. Estaba en la media. En lo único que destacaba era en sus ojos de color miel con finas vetas verdosas. Como cada mañana llegó a su trabajo diez minutos antes de la hora de abrir para tomarse el primer café. No le gustaba el fútbol, le era indiferente lo que hicieran los políticos y le importaba muy poco las desgracias o alegrías de los demás, así que cuando tomaba café por la mañana en el bar solía hacerlo solo o en silencio. Aquella mañana parecía que todo se desarrollaba con normalidad y esa sensación se prolongó a lo largo de toda la jornada. 

Llegó a su casa unos minutos antes de las 4 de la tarde.  Abrió el frigorífico y se preparó una ensalada mientras descongelaba en el microondas algo de comida preparada. Comió y se tumbó en el sofá. Había quedado en llevar el coche esa tarde al taller, pero no lo hizo. El pensamiento de llevarlo al taller pasó por su mente como un pensamiento sin significado, como si de un mantra se tratara. También tenía que hacer la compra de la semana, pero ya había decidido no salir. Durmió hasta las 8 de la tarde. Después estuvo haciendo zapping en la televisión por los 239 canales que tenía contratados;  noticias, películas, fotonovelas, bricolage, documentales, deportes, música, dibujos animados,... y así hasta las 9 de la noche en que se preparó la cena: un sandwich de paté acompañado con la última loncha de queso. A las diez y media ya estaba acostado en su cama y al poco rato durmiendo. 

Como cada mañana le sonó el despertador a las 6 en punto. No le apetecía levantarse. Acurrucado entre las sábanas hizo un rápido recorrido mental por los trabajos que tenía pendientes en la oficina y no recordó ninguno que fuera urgente, así que decidió quedarse esa mañana en la cama. Más tarde llamaría y pondría una escusa de salud y a media mañana quizás se presentara en el trabajo diciendo que se encontraba mejor. Durmió hasta las 10. Se levantó, se preparó un café y se echó en el sofá del salón, dormisqueando hasta las 12, hora en que decidió que se tomaría el resto del día libre. Comió sobras de días anteriores que guardaba en el frigorífico. Pensó que no tendría cena y puso a descongelar un recipiente con sopa que reservaba para esos casos. Pasó el resto del día tumbado en el sofá, medio durmiendo, medio viendo la televisión. A pesar de acostarse tarde le costó trabajo dormirse esa noche.

A la mañana siguiente volvió a sonar el despertador a las 6 en punto. No lo dudó si un segundo. Se quedaría en casa y llamaría a la oficina para pedirles unos días de vacaciones con la escusa de no encontrarse bien. Al fin y al cabo tenía su trabajo al día. A las ocho y cuarto puso en marcha su plan y llamó a la oficina. Volvió a acostarse y ese día lo pasó entero en la cama. No se sentía mal, pero no le apetecía tener que decidir si se levantaba o no, así que permaneció en la cama. Ya anochecido se levantó y tomó un vaso de leche de su último brick, para volver otra vez a la cama. No podía dormirse, así que de madrugada se levanto y se sentó en el sofá del salón. Encendió la televisión y estuvo un rato viendo ofertas comerciales hasta que le entró sueño y volvió a la cama. Esa noche desconectó el despertador.

Al día siguiente se levantó bien entrada la mañana. Sentía frío y busco su bata para ponérsela por los hombros. Fue a la cocina y no pudo tomar nada más que medio vaso de leche, con el que agotó sus últimas existencias de alimentos. Tampoco le apetecía nada más. Todo le daba igual. 
Sentado frente a su escueto desayuno hizo un repaso por los recuerdos de su vida, pero no encontró ninguno que le produjera emoción alguna. Podría olvidarse de todos los recuerdos y seguiría siendo el mismo. Pensó en las personas que había conocido y con las que había convivido y llegó a la conclusión de que cada uno va a lo suyo e intenta complicarse la vida lo menos posible. Pensó que no merecía la pena seguir pensando.  Desconectó el teléfono; así evitaba tener que dar explicaciones de lo que le pasaba o no le pasaba. La gente era muy fisgona. Pensó en las cosas que podría hacer en ese momento, pero no le pareció que ninguna fuera lo suficientemente importante ni urgente como para no hacerlas en otro rato, o mejor mañana. O nunca. Como era habitual se sentó en el sofá frente al televisor encendido y se quedó dormido. A media tarde se despertó con hambre, pero pensó que daba lo mismo porque no tenía comida. Fue a la cocina y bebió agua. Volvió al salón, al sofá, a la televisión, al mando, al zapping... y se quedó dormido. Soñó que volaba. Se elevó del suelo poco a poco con una sensación de ingravidez muy real. Después comenzó a desplazarse suavemente sin necesidad de mover un músculo; le bastaba su voluntad para hacerlo. Aquello era extraordinariamente real. Hasta tal punto que fue capaz de reconocerse durmiendo, pero convencido que cuando despertara podría seguir volando. Entonces despertó. Se encontraba en el sofá de su casa pero no podía volar; aún sentía la emoción agradable que le había producido su vuelo. Tuvo una sensación extraña de abandono y quietud. ¿No quería o no podía moverse? Le daba lo mismo. Se quedó allí sentado concentrado en los latidos lentos de su corazón. No sentía nada ni necesitaba nada. Se miró sus manos caídas y se sorprendió al comprobar que podía ver a través de ellas. Todo su organismo, sus células, los átomos que permiten que exista la materia habían reaccionado por simpatía a su indiferencia por todo. Así que la velocidad de los electrones se había reducido de forma drástica hasta alcanzar casi la inmovilidad, de manera que los fotones podían atravesar las moléculas y átomos de su cuerpo, y la luz se reflejaba a través de ellos sin ningún obstáculo. Estaba desapareciendo, dejando de existir. Le dio igual. Las neuronas dejaron de transmitir impulsos poco a poco. El cerebro ya no enviaba órdenes al resto de su cuerpo. Dejó de sentir los pies, los brazo, y el resto de órganos. Así, paulatinamente, hasta que quedó sumido en una especie de sueño agradable del que no despertó porque no podía despertar, porque ya no tenía existencia física. Había desaparecido por completo. Entonces pasó a otra dimensión, a la dimensión donde se encuentra la consciencia humana que se ha ido formando desde que el hombre aún no era sapiens y también se desvaneció de ella. Y así fue desapareciendo su rastro hasta llegar a la primera partícula que surgió de la nada, de la que también desapareció.
Y en el futuro nadie sabrá de él, porque había conseguido no haber existido nunca, ni siquiera como sueño o como anhelo en la propia consciencia de Dios.

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