Declaración de intenciones


martes, 29 de enero de 2013


Desde Qhaabar se tenía una sobrecogedora vista del desierto rojo de Khuatenaha.
Situada al pié del gran acantilado que se erguía como si se tratase de un muro de contención para la pegajosa, rojiza y yerma arena del desierto, era la última ciudad que podían ver los caminantes y las caravanas que osaban iniciar la travesía del Khuatenaha desde el sur. Sin embargo también era la primera ciudad civilizada a la que se llegaba después de varios meses que se podía tardar en atravesar el desierto rojo. Por su situación estratégica, en Qhaabar se podían encontrar seres humanos pertenecientes a cualquiera de las tribus y razas conocidas, y sus habitantes eran tolerantes y abiertos de pensamiento. 
Al margen de las trifulcas y peleas normales de cualquier ciudad con más de quince mil habitantes, se podía decir que los habitantes de Qhaabar eran moderadamente felices.
Un día, a lo lejos, casi en el horizonte del desierto se divisó una extraña figura que se acercaba a la ciudad entre las ondulaciones que el calor provoca en el ambiente al medio día. Estaría a unos cien metros y no se distinguía, incluso a cincuenta metros había centinelas que no acertaban a adivinar qué era aquello. Llegó hasta los muros de la ciudad y golpeó con fuerza sobre el portón que protegía la entrada. Allí estaba. Era un soldado fuertemente armado, con armadura hasta el cuello, el choque de las espadas y las dagas metálicas que colgaban de su cintura tintineaban como unas campanillas y su paso era lento y contundente. Su cara, sucia por la arena del desierto dejaba entrever rasgos oscos y enfurecidos. Su pelo largo recogido en una cola que le llegaba hasta la cintura. Y sobre su cabeza… su cabeza… ¡un mono! Un pequeño Tití de orejas chicas que observaba a todo el mundo con una naturalidad y simpleza que extrañaba frente a la agresividad y desconfianza del rostro del portador.
El mono se movía con total libertad sobre la cabeza del guerrero y parecía que esa era su casa por la temprana y extraña calva que resplandecía en lo más alto de la cabeza del extranjero, sin duda provocada por el mono. Ni siquiera se bajaba para hacer sus necesidades y se alimentaba de lo que podía coger desde donde estaba. El guerrero se comportaba como si no llevara nada sobre la cabeza.
El extranjero se acomodó en Qhaabar para reponerse del agotamiento que le había supuesto atravesar el desierto rojo.
  
Unos días más tarde de su llegada un Qhaabareño se le acercó y le preguntó:
-Extranjero, ¿De dónde vienes?
Y el guerrero contestó con un gruñido mientras asía el mango de su espada amenazadoramente. Lógicamente el vecino que le hizo la pregunta corrió despavorido temiendo por su vida.
Transcurrió una semana y otro vecino quiso entablar conversación con el extraño; se le acercó le dijo:
-Hace un bonito día. Soy herrero y tengo mi fragua aquí cerca. ¿Cuál es tu nombre?
Como respuesta obtuvo un fuerte golpe sobre la mesa que lo sobresaltó e hizo que se marchara asustado.
Por culpa de su comportamiento pronto fué conocido por su mal carácter y nadie se le acercaba por miedo a su imprevisible enfado.
Pero el guerrero pensaba:
-Me duele mucho la cabeza por el peso que siento sobre ella y cada vez el dolor de cuello es más intenso. Ya no se qué hacer. No encuentro ninguna medicina que me libere de estos dolores. Por suerte soy fuerte y aún puedo seguir recorriendo el mundo hasta que encuentre la medicina que me cure. Las personas de esta ciudad no atienden a mi dolor y solo se me acercan para preguntarme tonterías en lugar de interesarse por mi salud.

Al cabo de un mes el guerrero decidió que abandonaría la ciudad para continuar con su búsqueda de alivio para su dolor y comenzó a comprar las cosas precisas para continuar su viaje: cecina de camello, ajos deshidratados, caña de azúcar, harina, y otros avituallamientos necesarios para no morirse de hambre durante el tiempo en que estuviese caminando hasta encontrar otra ciudad.

Cuando ya se había pertrechado de lo que consideraba necesario, vio a un anciano ciego sentado en el suelo con un cartel sobre su cabeza en el que se leía “Doy consejos gratis para el que quiera”. El guerrero se acercó descreído, se sentó delante del anciano ciego y le dijo:
-Quiero un consejo para el viaje que voy a iniciar.
-¿Qué tipo de consejo quieres?
-¿Cómo? ¿Es que hay varios tipos de consejos?
En anciano rió –Por supuesto que los hay. En materia de viajes hay consejos para los que solo piensan en irse y no piensan en el final de su viaje. Otros consejos son para los que solo piensan en llegar sin preocuparse si van preparados. Y los más abundantes son para los que no se preocupan de cómo partir ni cómo llegar, solo les preocupa el camino que deben recorrer. -El anciano continuó:
-En realidad son infinitas las situaciones que se pueden dar en un viaje, tantas como viajeros hay por el mundo.
El guerrero quedó pensativo y dijo:
-Y tú, ¿Sobre qué me aconsejas?
-Yo te aconsejo que antes de pedir consejo te quites el mono que tienes sobre la cabeza.
El guerrero no sabía a lo que se refería. ¿Él un mono en la cabeza? Y dijo enfadado.
-Viejo. Eres un fraude. ¿Acaso quieres tomarme el pelo?
-Siento haberte ofendido, pero ese es mi primer consejo.
-Y si eres ciego ¿Cómo puedes saber que tengo un mono en la cabeza?
El anciano sonrió y dijo:
-Por el olor que desprendéis. Pero si no te fías de un viejo, levántate y pregúntales a tus vecinos si es cierto lo que digo.
El guerrero se levantó de un salto, corrió hacia un hombre que paseaba tranquilamente con su cabra, le cogió del brazo y le dijo con fiereza:
-Óyeme. Ese viejo farsante dice que tengo un mono en la cabeza. ¿Es cierto?
El hombre no sabía que decir, y temiendo por su vida le contestó mirando al suelo:
-Yo no veo ningún mono.
El guerrero quedó satisfecho puesto que le había dado la razón. ¡Se iba a enterar ese viejo!
-¿Ves como no tengo un mono en la cabeza, viejo embustero?
El viejo contestó:
-Sólo con amabilidad conseguirás que te digan la verdad.
El guerrero quedó desconcertado por la respuesta del anciano, pero tan convencido estaba que no tenía ningún mono sobre la cabeza que se volvió a levantar y dirigiéndose a una mujer que pasaba en ese momento por ahí, le preguntó mientras hacía tintinear las espadas y dagas que pendían de su cinturón:
-Vecina. El anciano que está ahí sentado dice que tengo un mono en la cabeza – y rió- ¿Crees que tiene razón?
La vecina, mirando fijamente a las armas del guerrero dijo:
-Yo no veo ningún mono.
El guerrero eufórico por su éxito se volvió al anciano.
-Anciano ¿Cuántas veces más tengo que preguntar para que me des la razón?
El anciano riendo le contestó:
-Sólo una más. Haz la pregunta de manera que tu interlocutor te pueda responder confiado y mirándote a los ojos.
El guerrero empezaba a hartarse, pero estaba decido a llegar al final, así que se quitó la armadura, soltó su cinturón con todas la armas y se quitó las botas que llevaba con unas espuelas tremendas. Se dirigió a un grupo de vecinos que charlaban amistosamente.
-Buenos días, vecinos. Desearía haceros una pregunta. El honorable anciano que descansa sentado junto a aquella pared afirma que tengo un mono sobre la cabeza.
Uno de los allí reunidos miró hacia el mono y después le miró a los ojos y le dijo:
-Es un bonito Tití de orejas chicas. Pero quizás pese demasiado para que lo puedas sostener todo el rato con la cabeza. Déjame que te lo sujete.
Al quitarle el mono, el guerrero sintió tal alivio que empezó a llorar de alegría. Se acercó al anciano y le dijo:
-Tú tenías razón. Antes de empezar mi camino debía quitarme el mono de la cabeza y yo solo no era capaz de verlo.

El guerrero, ya aliviado de sus dolores cambió la mueca terrorífica de su cara por una sonrisa amable que hizo que los vecinos le perdieran el miedo y se le acercaran para agasajarlo. Desde entonces se sintió un hombre moderadamente feliz, como el resto de los habitantes de Qhaabar donde pasó el resto de sus días.


No hay comentarios:

Publicar un comentario

opina