Desde
Qhaabar se tenía una sobrecogedora vista del desierto rojo de Khuatenaha.
Situada al pié del gran acantilado que se erguía como si se tratase de un muro de
contención para la pegajosa, rojiza y yerma arena del desierto, era la última
ciudad que podían ver los caminantes y las caravanas que osaban iniciar la
travesía del Khuatenaha desde el sur. Sin embargo también era la primera ciudad
civilizada a la que se llegaba después de varios meses que se podía tardar en
atravesar el desierto rojo. Por su situación estratégica, en Qhaabar se podían
encontrar seres humanos pertenecientes a cualquiera de las tribus y razas
conocidas, y sus habitantes eran tolerantes y abiertos de pensamiento.
Al
margen de las trifulcas y peleas normales de cualquier ciudad con más de quince
mil habitantes, se podía decir que los habitantes de Qhaabar eran moderadamente
felices.
Un
día, a lo lejos, casi en el horizonte del desierto se divisó una extraña figura
que se acercaba a la ciudad entre las ondulaciones que el calor provoca en el
ambiente al medio día. Estaría a unos cien metros y no se distinguía, incluso a
cincuenta metros había centinelas que no acertaban a adivinar qué era aquello.
Llegó hasta los muros de la ciudad y golpeó con fuerza sobre el portón que
protegía la entrada. Allí estaba. Era un soldado fuertemente armado, con
armadura hasta el cuello, el choque de las espadas y las dagas metálicas que
colgaban de su cintura tintineaban como unas campanillas y su paso era lento y contundente.
Su cara, sucia por la arena del desierto dejaba entrever rasgos oscos y
enfurecidos. Su pelo largo recogido en una cola que le llegaba hasta la
cintura. Y sobre su cabeza… su cabeza… ¡un mono! Un pequeño Tití de orejas
chicas que observaba a todo el mundo con una naturalidad y simpleza que
extrañaba frente a la agresividad y desconfianza del rostro del portador.
El
mono se movía con total libertad sobre la cabeza del guerrero y parecía que esa
era su casa por la temprana y extraña calva que resplandecía en lo más alto de
la cabeza del extranjero, sin duda provocada por el mono. Ni siquiera se bajaba
para hacer sus necesidades y se alimentaba de lo que podía coger desde donde
estaba. El guerrero se comportaba como si no llevara nada sobre la cabeza.
El extranjero se acomodó en Qhaabar para reponerse del agotamiento que le había supuesto atravesar el desierto rojo.
El extranjero se acomodó en Qhaabar para reponerse del agotamiento que le había supuesto atravesar el desierto rojo.
Unos días más tarde de su llegada un
Qhaabareño se le acercó y le preguntó:
-Extranjero,
¿De dónde vienes?
Y
el guerrero contestó con un gruñido mientras asía el mango de su espada
amenazadoramente. Lógicamente el vecino que le hizo la pregunta corrió
despavorido temiendo por su vida.
Transcurrió una semana y otro vecino quiso entablar conversación con el extraño; se le acercó le
dijo:
-Hace
un bonito día. Soy herrero y tengo mi fragua aquí cerca. ¿Cuál es tu nombre?
Como
respuesta obtuvo un fuerte golpe sobre la mesa que lo sobresaltó e hizo que se
marchara asustado.
Por culpa de su comportamiento pronto fué conocido por su mal carácter y nadie se le acercaba por
miedo a su imprevisible enfado.
Pero
el guerrero pensaba:
-Me
duele mucho la cabeza por el peso que siento sobre ella y cada vez el dolor de
cuello es más intenso. Ya no se qué hacer. No encuentro ninguna medicina que me
libere de estos dolores. Por suerte soy fuerte y aún puedo seguir recorriendo
el mundo hasta que encuentre la medicina que me cure. Las personas de esta
ciudad no atienden a mi dolor y solo se me acercan para preguntarme tonterías
en lugar de interesarse por mi salud.
Al cabo de un mes el
guerrero decidió que abandonaría la ciudad para continuar con su búsqueda de alivio para su dolor y
comenzó a comprar las cosas precisas para continuar su viaje: cecina de
camello, ajos deshidratados, caña de azúcar, harina, y otros avituallamientos
necesarios para no morirse de hambre durante el tiempo en que estuviese
caminando hasta encontrar otra ciudad.
Cuando
ya se había pertrechado de lo que consideraba necesario, vio a un anciano ciego
sentado en el suelo con un cartel sobre su cabeza en el que se leía “Doy
consejos gratis para el que quiera”. El guerrero se acercó descreído, se sentó
delante del anciano ciego y le dijo:
-Quiero
un consejo para el viaje que voy a iniciar.
-¿Qué
tipo de consejo quieres?
-¿Cómo?
¿Es que hay varios tipos de consejos?
En
anciano rió –Por supuesto que los hay. En materia de viajes hay consejos para
los que solo piensan en irse y no piensan en el final de su viaje. Otros consejos son para los
que solo piensan en llegar sin preocuparse si van preparados. Y los más
abundantes son para los que no se preocupan de cómo partir ni cómo llegar, solo
les preocupa el camino que deben recorrer. -El anciano continuó:
-En
realidad son infinitas las situaciones que se pueden dar en un viaje, tantas
como viajeros hay por el mundo.
El guerrero quedó pensativo y dijo:
El guerrero quedó pensativo y dijo:
-Y
tú, ¿Sobre qué me aconsejas?
-Yo
te aconsejo que antes de pedir consejo te quites el mono que tienes sobre la cabeza.
El
guerrero no sabía a lo que se refería. ¿Él un mono en la cabeza? Y dijo
enfadado.
-Viejo.
Eres un fraude. ¿Acaso quieres tomarme el pelo?
-Siento
haberte ofendido, pero ese es mi primer consejo.
-Y
si eres ciego ¿Cómo puedes saber que tengo un mono en la cabeza?
El
anciano sonrió y dijo:
-Por
el olor que desprendéis. Pero si no te fías de un viejo, levántate y pregúntales
a tus vecinos si es cierto lo que digo.
El
guerrero se levantó de un salto, corrió hacia un hombre que paseaba
tranquilamente con su cabra, le cogió del brazo y le dijo con fiereza:
-Óyeme.
Ese viejo farsante dice que tengo un mono en la cabeza. ¿Es cierto?
El
hombre no sabía que decir, y temiendo por su vida le contestó mirando al suelo:
-Yo
no veo ningún mono.
El
guerrero quedó satisfecho puesto que le había dado la razón. ¡Se iba a enterar
ese viejo!
-¿Ves
como no tengo un mono en la cabeza, viejo embustero?
El
viejo contestó:
-Sólo con amabilidad conseguirás que te digan la verdad.
El
guerrero quedó desconcertado por la respuesta del anciano, pero tan
convencido estaba que no tenía ningún mono sobre la cabeza que se volvió a
levantar y dirigiéndose a una mujer que pasaba en ese momento por ahí, le
preguntó mientras hacía tintinear las espadas y dagas que pendían de su
cinturón:
-Vecina.
El anciano que está ahí sentado dice que tengo un mono en la cabeza – y rió- ¿Crees que tiene razón?
La
vecina, mirando fijamente a las armas del guerrero dijo:
-Yo
no veo ningún mono.
El
guerrero eufórico por su éxito se volvió al anciano.
-Anciano
¿Cuántas veces más tengo que preguntar para que me des la razón?
El
anciano riendo le contestó:
-Sólo
una más. Haz la pregunta de manera que tu interlocutor te pueda responder
confiado y mirándote a los ojos.
El
guerrero empezaba a hartarse, pero estaba decido a llegar al final, así que se
quitó la armadura, soltó su cinturón con todas la armas y se quitó las botas
que llevaba con unas espuelas tremendas. Se dirigió a un grupo de vecinos que
charlaban amistosamente.
-Buenos
días, vecinos. Desearía haceros una pregunta. El honorable anciano que descansa
sentado junto a aquella pared afirma que tengo un mono sobre la cabeza.
Uno
de los allí reunidos miró hacia el mono y después le miró a los ojos y le dijo:
-Es
un bonito Tití de orejas chicas. Pero quizás pese demasiado para que lo puedas
sostener todo el rato con la cabeza. Déjame que te lo sujete.
Al
quitarle el mono, el guerrero sintió tal alivio que empezó a llorar de alegría.
Se acercó al anciano y le dijo:
-Tú
tenías razón. Antes de empezar mi camino debía quitarme el mono de la cabeza y yo solo no era capaz de verlo.
El guerrero, ya aliviado de sus dolores cambió la mueca terrorífica de su cara por una sonrisa amable que hizo que los vecinos le perdieran el miedo y se le acercaran para agasajarlo. Desde entonces se sintió un hombre moderadamente feliz, como el resto de los habitantes de Qhaabar donde pasó el resto de sus días.
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