Declaración de intenciones


sábado, 5 de mayo de 2012

La fotografía del anciano.

Cuando tomé aquella primera foto no sabía que la vida me iba a parecer tan corta.




Recuerdo muy bien ese instante. Estábamos de vacaciones en un pequeño pueblo de Burgos y yo paseaba de tu mano. Fue en el 74. Tengo mala memoria para las fechas. Gracias a que me pariste en un año fácil de recordar, puedo hilar los acontecimientos de mi vida con mi edad y situarlos en el calendario a partir de 1.960. Y viceversa. El soportal por el que paseábamos me parecía increíble. Nunca había visto nada igual, cosa nada extraña teniendo en cuenta que entonces vivía en el sur y era la primera vez que viajaba tan lejos; al norte. Frente a los soportales una plaza. En el centro de la plaza había un pequeño jardín con una fuente y bajo un arco metálico forrado por verdes enredaderas, una figura humana gris sentada en un poyete alicatado, en el que se anclaban al suelo las vigas del arco metálico. Al otro lado del poyete, apoyada una bicicleta. Hacía calor y sin embargo el hombre vestía con una chaqueta abotonada. Desde lejos deduje que se trataba de un anciano, no solo por su vestimenta sino también por su porte abatido. Tuve ganas de guardar para siempre aquella visión y le pedí a mi hermano que me dejara la máquina de fotografiar que llevaba. << ¿Para qué la quieres, mocosa?>> <<Tú déjamela>> Vosotros dos os quedasteis en el frescor que proporcionaba la sombra del artesonado de madera que cubría el soportal. Yo me acerqué al hombre con vergüenza y disimulé mirando detenidamente el arco metálico. Pero no me atreví a hacer la fotografía. Al rato, el anciano se puso en pié, cogió la bicicleta y salió andando de la plaza, acompasado por un click, click, click contínuo que provenía del piñón de la bicicleta. Entonces lo fotografié de espaldas, andando con su bicicleta. Después, cuando mi hermano me la entregó en blanco y negro quedé muy decepcionada. La figura del hombre se perdía en la fotografía y no tenía nada de especial. Me pareció monotona, pero era la primera foto que hacía con alguna intención a alguien que no era conocido, ni se trataba de ninguna celebración familiar. Aquellas vacaciones las recuerdo de una manera especial. Fueron las primera que hacíamos después de que papá falleciera. Ya hacía dos años y tú seguías recordándolo a cada instante, quedándote en exclusiva el dolor de la pérdida. Fueron meses extraños. Yo era su preferida. Me lo decía al oído y también se lo decía a todos. Aquél anciano me recordaba la tristeza y el abatimiento en la mirada de mi padre enfermo. Al cabo de los años mi hermano me contó que tú decidiste no decirle que solo le quedaban unos meses de vida. Me pareció muy cruel que le hubieras arrebatado la posibilidad de reconciliarse consigo mismo, de decir todas esas cosas que sentimos y no nos atrevemos a decir, de pedir perdón o dar las gracias. La muerte forma parte de la vida pero nos empecinados en separarla de ella, hacerla oscura y difícil de entender, sobre todo para una niña de 12 años. Por eso me dejaste aparte y no me permitiste el recuerdo de mi padre postrado en la cama del hospital. No me permitiste que le pudiera decir por última vez que él también era mi preferido. Quizás sea esa ilusión del recuerdo que nunca tuve de los últimos días de mi padre por lo que conservo esta foto. Ahora que tú también te has ido, esta misma foto también me acerca a ti. Poco a poco, con el paso del tiempo fuimos estableciendo un vínculo especial, quizá porque yo era chica y podíamos hablar de nuestras cosas, para acabar haciendo yo de madre y tú de hija rebelde al principio y de hija mimada al final. Aquellas vacaciones me sirvieron para entender un poco mejor tu forma de ser. Te vi por primera vez como una persona igual al resto de las personas; que toma decisiones arbitrarias, con miedo, egoísta, maniática. Yo me volví un poco contestona y aprendí a hacer caso omiso a aquellas cosas que consideraba que se podían hacer de otra manera. Durante mucho tiempo me recriminaste que no hubiera estudiado derecho como hubiera querido papá. Pero estoy segura que yo lo habría convencido de que era mejor que estudiara algo que realmente me gustaba, por eso me matriculé en la escuela de arte con la intención de ser fotógrafa. Desde esa primera fotografía mi vida había cambiado mucho; ya no era aquella chiquilla que solo se sentía segura cuando agarraba tu mano, pero tu obsesión por controlar todo lo que considerabas que formaba parte de tu mundo hizo que fuese complicado tener un poco de independencia. Durante mucho tiempo justifiqué tu aptitud y no tuve el valor de enfrentarme a la realidad como hizo mi hermano e irme a vivir lejos de tus manipulaciones y obsesiones. Papá debió quererte mucho. Nunca le oí quejarse de estas cosas tuyas. Quizás fuera porque era más cómodo que me dieras todo hecho, pero no era consciente de esta manera de ser tuya. Después, cuando nos quedamos solas tu y yo en casa, el orden y la limpieza que se respiraba lo transformaba todo en algo estático, como si siempre tomara la misma fotografía y no se observaran señales de que nadie hubiera pasado por nuestra casa durante años. La misma sensación que cuando miraba mi primera fotografía. Pobre viejo. Lo más seguro es que estuviera en ese jardín porque era el único lugar donde no se sentía un estorbo, una pieza más del decorado. Me fijé bien y en realidad no estaba andando empujando a su bicicleta; estaba parado tomando aire; respirando luz y calor para resistir en una casa fría y oscura como la mía, hasta la mañana siguiente en que volvía a su lugar del jardín donde posiblemente otros visitantes lo fotografiaran igual que hice yo. Los últimos años de tu enfermedad fueron los más agotadores, no tanto por el trabajo material que suponía estar pendiente de ti, sino por el esfuerzo de hablarte y explicarte las cosas para que las entendieras, intentando en una misión inútil que siguieras unida a la realidad. Creo que no soy egoísta si digo que tu enfermedad la sufrimos por igual; mis horarios los compaginé con los tuyos, mis viajes los realicé cuando estaba segura que tú podías quedare sola unos días, mis vacaciones las organizaba en las épocas del año y a los lugares donde tu estuvieras mejor. Al final ya no eras capaz de soportar salir de casa. Ni siquiera para hacerte los análisis periódicos. Hacías varias veces la misma tarea; cambiabas de sitio las medicinas; preguntabas lo mismo una y otra vez; no eras capaz de acordarte si habías comido o no; te ponías la misma ropa un día tras otro. Creo que todo eso hizo que variara mi manera de hacer fotografías, menos cuidadas y preparadas. Después, en casa, con el ordenador hasta bien entrada la madrugada intentaba que tuvieran el aspecto que antes conseguía con un solo disparo. Que decepcionante es la vida. Nos creemos que formamos parte de algo, que ocupamos un lugar privilegiado. Cuando murió papa me sentí como la única persona sobre la tierra merecedora de recibir atenciones. La historia debería reescribirse porque había muerto papá, y yo, su hija, era la auténtica heredera de su recuerdo. Sin embargo todo siguió igual; por la mañana la misma pereza al levantarme, el sonido del autobús para ir al colegio, el timbre del recreo, la merienda… ¿Cómo era posible que no se notara que ya no estaba papá? Esta idea me produjo rencor por lo que consideraba una falta de delicadeza hacia nuestra familia, pero también me hizo ver lo eventual y frágiles que somos. Y comencé a tener miedo de perderte a tí también, así, sin pedirlo ni esperarlo, como perdí a papá. La foto del viejo me hacía pensar en la vida de aquella persona. Para mí no era nadie. Solo un recorte de luz en el paisaje; un elemento más que puedes mover y colocar aquí o allá para que la fotografía quede mejor encuadrada. A mí no me inspiró nada durante mucho tiempo hasta que comprendí que fotografiar era transmitir sentimientos, entresacar de un todo el pequeño detalle y transformarlo en el centro del universo; transcender de la historia para quedarnos sólo con la soledad del instante. Todo momento tiene belleza. Solo hay que saber verla. Mi trabajo como fotógrafa podría haber tenido más reconocimiento si hubiera tenido tiempo para introducirme en determinados ambientes. Preparar una exposición era un reto que me hacía creer que no merecía la pena. Por eso participé sólo en exposiciones colectivas. El resto era trabajo. Debía estar pendiente de ti. Nunca me hubiese perdonado que te pasara algo y no poder estar allí para cuidarte.

El aire de la tarde mueve ligeramente las ramas de las palmeras que hay en el jardín de mi casa y su ruido me traslada a la casa de la playa. Tú, el hermano y yó. Y Papá cuando podía ir. Qué casa tan destartalada, pero que manera de disfrutar. Me acuerdo que me enseñaste a preparar el cebo, y luego me acompañaste unas cuantas siestas a las rocas a pescar, hasta que estuviste segura de que no corría ningún peligro y me dejabas ir sola. Pasaba horas al sol, para no pescar nunca nada. Yo le echaba la culpa a los malos aparejos que tenía y tú me llevaste un día a un bazar cercano y compramos una caja con corchos, anzuelos, plomos e hilo de nylon, todo ordenado en compartimentos. Por la noche monté los aparejos nuevos en la caña y a la mañana siguiente, nada más desayunar cogí la caña y me fui a probarla. Aquella mañana pude pescar unos cuantos peces; cagonas, castañuelas y hasta un magre. Por fín la suerte estaba de mi parte. Pero todo quedó ahí. Ya no volvieron a picar ningún día más. El último año que estuvimos papá ya estaba enfermo. Ya no iba a jugar la partida al dominó con los vecinos y se pasaba la mayor parte del tiempo en la habitación durmiendo. <<No hagas ruido que papá está descansando>> nos decías en las siestas. La casa quedaba en penumbras y nosotros nos aburríamos soberanamente en nuestra habitación hasta que se hacía la hora de poder salir. Ya de mayor, siempre que he vuelto a la casa de la playa me he transformado un poco en la chiquilla que recuerdo que fui. Después, cuando nos quedamos solas, tu solías hacer planes a lo largo del año para cuando llegara el verano irnos otra vez a la playa. Yo te animaba, pero el verano no era buena época para ti y la enfermedad te sumía en la melancolía. Cuando alguna vez logré que fuéramos a pasar unos días enseguida te volvías insoportable. Se agudizaban tus manías y yo notaba que, aunque lo intentabas, no disfrutabas y solo querías volver a casa. El único rato en que te veía feliz era cuando regresabas cada tarde de la pequeña ermita que había a la entrada del pueblo después de oír misa. 

Tú fuiste una persona que necesitaba hacerse notar allá donde estuviera, cosa que ocasionó alguna situación embarazosa como en aquella boda en que saliste corriendo detrás de la novia, que casi no conocías, para arreglarle la cola del traje y le pisaste el velo que se le soltó de la cabeza en medio de la iglesia, teniendo que parar la ceremonia para que se lo arreglaran. Sin embargo, durante los últimos años de tu vida fue tu silencio el protagonista. Continuos paseos por la casa, rebuscándote en los bolsillos, en silencio. Te pasabas tardes enteras sentada en el sofá de la salita sin decir palabra. Yo me acercaba y de cuclillas delante de ti te preguntaba si querías salir a dar un paseo, y tu te encogías de hombros, pero cuando te animaba a levantarte para arreglarte, entonces decías <<Pero, ¿A dónde voy yo?. No hija yo me quedo en mi casa>> y ahí se acababa la salida. Otras veces, sencillamente te cogía la mano y tu me sonreías, y así pasábamos el rato. Por entonces mi trabajo me permitía quedarme en casa desde la media tarde. Supuso tener menos ingresos pero pudimos apañarnos con tu pensión y mi sueldo. Pensaba que si papá viviera podría el hacerse cargo de ti y yo podría haber hecho la vida que me hubiera gustado hacer. Al fin y al cabo cuando os casasteis os hicisteis responsables el uno del otro. Yo solo os visitaría para asegurarme de que todo fuera bien. Y pienso, qué será de mí. No puedo evitarlo, pero cuando te miro fijamente me veo a mi misma dentro de unos años, con la diferencia de que yo no tengo hijos que me cuiden. Igual que el pobre viejo de la fotografía, sólo prepararé comida para mí, probablemente un caldo de sobre y si tengo ganas un trozo de pechuga a la plancha que habré comprado aprovechando que compro el pan, como cada mañana, de forma rutinaria. Cada día que pasa me acuerdo más de ti. Y no de una manera directa. Quiero decir que no me acuerdo exactamente de ti, sino que tengo la sensación de no estar sola, y sonrío, y me siento feliz porque imagino que te sientes orgullosa de mí por lo que hago en ese momento. Hace unos días tuve una especie de experiencia mística y a la vez aterradora; al salir de casa y pasar junto al mueble del recibidor vi tu imagen en el espejo. En un primer instante quedé petrificada, pero comprendí que la imagen que veía era la mía. Te había reconocido por un gesto que hice y que ví de reojo en el espejo. Entonces me observé el pelo canoso, la forma de pintarme los ojos y el pañuelo al cuello. En realidad podrías haber sido tu misma. Parecerme a ti era lo último que yo hubiera deseado nunca y sin embargo, ahora me siento orgullosa.

No sé muy bien porqué te escribo esta carta. Debe ser porque quería contarte que hace un rato me han concedido el premio nacional de fotografía. Después de tu muerte me costó trabajo encontrarme de nuevo, acostumbrada a depender tanto de ti. Poco a poco volví a tener ganas de hacer cosas nuevas, con una sensación de libertad que al principio me suponía un cargo de conciencia. En mi cabeza había un montón de ideas y proyectos que empujaban para hacerse realidad. Comencé a viajar. Primero a sitios cercanos y después al extranjero. Hice varias exposiciones y en pocos años mi trabajo se reconoció a nivel internacional. Ya ves, al final pude hacer lo que siempre había querido hacer. Solo hecho de menos no haber encontrado a un hombre que me quisiera y que yo lo quisiera a él, con el que haber tenido hijos, aunque no estoy muy segura de mi instinto maternal; me conformaría solo con un compañero. Pero sé que al final siempre es lo mismo. Nos quedamos cada uno solos tomando el sol en la plaza, resurgiendo cada mañana de nuestras cenizas, y caminando junto a una bicicleta mientras una niña de doce años sin querer, hace la primera y única fotografía de su vida, de toda su vida.






No hay comentarios:

Publicar un comentario

opina